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Cuentos de autor

Deus

Deus

 

Marcos A. Rodriguez Alemany

 

 

Era temprano para llegar al trabajo, temprano para caminar tres cuadras (de la boca del subte a la de la empresa) en veinte minutos. Andaba, cigarrillo en mano, disfrutando del tibio sol entre pitadas. En la esquina de Santa Fe y Suipacha lo encontré. No me sorprendió descubrirlo extranjero. Algo dijo, con ese acento musical que es capas del loco carnaval y de la más triste samba. Quise ayudarlo aunque bien no sabía cómo, y es que el turista hablaba un fluido portugués pero lo mismo hubiera sido un perfecto guaraní para mí. De todas formas, supe a las claras que el hombre necesitaba ubicarse para llegar a algún lado. Embajada de Brasil, sí, eso sí lo entendí, pensé felizmente, Embajada de Brasil, lástima no saber dónde queda, si hubiera sido la Francesa… Busqué con la mirada a un policía o algún puesto cercano de diarios. Todo el mundo sabe que el diariero vende revistas como changa, su verdadero oficio es indicar paradas de colectivos, calles, y cuanto lugar sea menester ser encontrado. La rápida inspección visual no recogió ni agente ni canillita. El viejo rebuscaba entre unos papeluchos mientras exhalaba una débil letanía de símbolos al aire. Buscaba entre las manos, las palabras.

 

-En qué calle- quise saber -¿en qué calle está la embajada? Murmuraciones incomprensibles, pensamientos en voz alta, oficiaron de respuesta. Levantó la vista un momento.

 

-El dinero no es nada pero la atención- creí comprender decir al viejo que me sonreía bajo una piel curtida en otras latitudes. Soles y años de otras tierras habían surcado las grietas en los pómulos y bronceado su piel, todavía tensa. La primera impresión que tuve quiso desmentir el contraste, entre la plástica elegancia de la calle y la árida figura del viejo, entre la ceda en las corbatas y la lana en el poncho, entre las orladas vidrieras y las desnudas sandalias. Un turista excéntrico, concluí.

 

Un mapa asomó plegado entre las ásperas manos.

 

-A ver, déjeme ver- y lo extendimos.

 

-Ahora estamos acá, por la próxima esquina pasa la Nueve de Julio y esta calle lateral es Carlos Pellegrini.

 

-Pellegrini- dijo el viejo.

 

-Bueno, entonces una cuadra para allá señalé. El brazo extendido, asomaba a la calle. Recobró su postura habitual sin lesiones, una imprudencia que no tuve que lamentar, y es que los colectivos no admiten obstáculos en la urbe si el semáforo acompaña o el freno no responde. La velocidad mínima admitida está regida por una regla no escrita, trasladarse a (la mayor velocidad posible)todo lo que se pueda, lo mismo en las calles que en las veredas donde la velocidad es apenas inferior. Los dos allí, parados en la esquina, eramos un obstáculo que los transeúntes sorteaban ágilmente, acostumbrados al zigzagueo en las estrechas veredas porteñas.

 

Me asaltó tímida y ponzoñosa una idea sin que llegara a soslayar la vista, ganando apenas, un trozo de conciencia. Un cómplice se agazapa en algún rincón casual entre la gente que prestaba sin saberlo, refugio de yuyales movedizos. Está, ojos de cristal, músculo en tensión, gato salvaje, conteniendo la respiración, envainando la cola, erizando las garras, atento al momento exacto, esperando la oportunidad adecuada, tal vez una seña del viejo, tal vez un ademán que delatase distensión en mi postura, y ¡zas!, a arrebatarme la billetera y en un abrir y cerrar de ojos salir a la carrera. No, no sería el caso, nada de complots ni de sorpresas de arrebato, resolví avergonzado.

 

-Vamos juntos que es por mi camino.

 

La crónica de este encuentro no guarda el fiel testimonio de lo que me dijo el hombre en aquellos metros que anduvimos, sino de apenas algunas ideas que alcancé tenuemente a desentrañar de entre la barrera idiomática. Ideas como:

 

-El reino de Deus es (…)- no sé qué cosa.

 

-El reino de Dios- traduje en voz alta

 

-Es de os filos- repitió él, y yo transpuse al castellano, dos mil años después del arameo, dos mil años después del Nazareno, y las palabras retoñaron, retornaron, renacieron, como con el pincel que en gracia pinta una tarde de verano, con la impoluta claridad de un cielo desatado, y el agitar de unos pájaros que acuden desde lejos hacia el prado, donde Asis, cura con la mano sobre el flequillo de un niño convaleciente, y la sonrisa de sol en los labios. Así, llegaron y bañaron las palabras todo cuanto hubo en derredor.

 

Mi primer hijo crece en el vientre de su madre. ¡Mi hijo, heredero del reino de Dios! Fruto del amor de dos que éramos, una pareja, que hoy somos ya tres, una familia. Nuestro hijo, creciendo invisible en el amoroso seno de Gabriela. Vivo y secreto ser que viene en camino al mundo. Puede que la frase la dijera en referencia a mi edad y en gratitud por mi prestancia, para mí, fue la ocasión para un brindis, y sin saber por qué entonces, saqué un paquete abierto de pastillas y le ofrecí a mi compañero de viaje.

 

-Gracias, el dulce (…).

 

-Sí, son caramelos de miel- dije articulando las palabras como si le estuviera hablando a un niño pequeño, pensando si existiría la miel en su ciudad natal, discutiendo conmigo mismo si caramelo fue más adecuado decir que pastilla.

 

-…la pascua tiene el chocolate- dijo o entendí, sin alcanzar a dilucidar la dirección de la idea sino hasta después de separarnos.

 

No le ofrecí un cigarrillo. Y hasta pensé fugazmente en arrojar el mío.

 

La opulenta vereda porteña avanzaba bajo nuestro pies. El excéntrico turista de hacía media cuadra se había transformado sin saber yo cuándo ni cómo, en un pastor sin cayado, en un peregrino, dueño del tiempo que sostenía su paso al compás que permite pisar el suelo que se toca.

 

Me apena confesarlo, pero siéndome tan difícil comprenderlo, preferí no hablar más allá de lo necesario, de forma que aquel “vamos que es por mi camino”, vino a quedarme grande así de pronto. Me descubrí caminando con cierta prisa, sacando medio paso de distancia entre nosotros, casi igualando la marcha general del tránsito capitalino. Es curiosa la manera en que uno tiende a separarse de todo aquello que no comprende. Ay de las cosas incomprensibles para la sapiencia, que el hombre diminuto en su proceder aparta de sí casi espantado. Ay de los miedos de decir por no delatar una rotunda ignorancia. Ay de la real ignorancia, la del alma. Ay… de la renuncia a los sentidos por la apática soberbia de pensar al mundo como espejo o enemigo.

 

-Eu soy du Brazil- declaró con desenfado sin importarle la obviedad y advirtiendo quizás, mi ensimismamiento.

 

-Y ¿hace mucho que anda por acá?

 

-No- y no sé que cosa.

 

La urgencia de partir me iba pesando, tanto cuanto más a gusto me sentía en su compañía. Inexplicable afinidad que nos unía, contradiciendo la medida del tiempo y el espacio. Uno que buscaba encontrar el camino, otro que lo acompañaba sin conocerlo.

 

Llegamos a la esquina de Santa Fé y Pellegrini. Cerca de la calle se detuvo e inclinó el cuerpo levemente en dirección del obelisco.

 

-Carlos Fernández- me dijo extendiéndome la mano.

 

Fuera aquella la más clara y antagónica frase que dijera. Yo soy, Soy, a punto de no ser, a punto del pasado, en el momento del adiós. Yo soy Fulano de Tal. Entonces, Fulano, fue irremediablemente Carlos. En suma, era, y seguiría siendo en mi memoria.

 

- Pedro Velindez- repuse al cabo, feliz de conocerlo, y las manos se estrecharon.

 

Cuando el tiempo hubo ganado ya el encuentro y reclamado su presente, caminé y me emocioné en otra espera de semáforo, rememorando la venida de mi niño, escuchando al viejo que me la había anunciado. Emocionado de descubrir en la fe, otra mirada del tiempo, del porvenir y del pasado.

 

Ya en el trabajo, un comentario abrió entre mis compañeras el camino a la confidencia y quise relatarles el episodio de aquel día hacía unas horas. Intenté ser minucioso en los detalles, quería que el cuadro estuviera completo, que pudieran entender de qué les estaba yo hablando. Tres de tres mis compañeras, desde la más joven a la mayor, dieron por sentado que aquel viejo era un loco o cuando menos, un charlatán de feria. Hice todavía un esfuerzo por rescatarlo del sufragio, por que entendieran o al menos intuyeran sus dichosas palabras, todo en balde. Les queda a favor la desventaja de no saber que espero la llegada de mi hijo. Mi amigo Fernandito, él sí, yo no sé si comprendió la dimensión de aquel encuentro, pero supo, por eso lo quiero tanto, de la importancia que para mí tuvo, con sólo hablarle aquella noche por teléfono, y lo escuché, feliz de compartir mi dicha, sonreírme.

 

La marea de peinados y maletines desbordaba la acera hacia la otra orilla. El viejo en la vereda, yo en el borde. Hechas las presentaciones, dicho lo dicho y por callar la distancia, era el tiempo de la despedida. Otra irremediable bifurcación de los senderos. Uno nunca se acostumbra del todo a estas cosas. Sonreí, con los ojos achinados y un hasta otra vuelta rebotando en las paredes del pecho que no prestaba el aire para largarlas. Una nube de lamento cruzó lentamente el metro y medio que ya nos separaba. Bajé un pie a la calle con el rostro volteado hacia los azules ojos del viejo que me saludaba, con las únicas palabras que pueden convertir la nostalgia en futuro, la distancia en promesa:

 

-Vaya con Deus, os veremos o ternida.

 

 

 

 

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La Cruz del Sur

La Cruz del Sur

 

Marcos A Rodríguez Alemany


 

Alguien llamó, me dijo: una constelación de dolor. Nada más. Esperé alguna explicación. Nada. El cielo, me propuse…una constelación de dolor… las estrellas, me dije…una constelación de dolor… ¡qué demonios! …una constelación de dolor. Como no hubo más que decir, seguí escuchando y lento, como un rumor de agua subterránea que se arrastra entre las piedras y las sombras de la tierra, oí decirme: en la comisura de la noche verás…una constelación de dolor.

 

 

Desperté, con la apática conciencia de los días de semana. Gané desganado el baño para procurarme una rápida salida hacia el trabajo. En el viaje me encontraría con vos:

 

Que cómo andás tanto tiempo, que qué linda estás. Y vos: que siempre lo he sido. Y yo: que tenés razón por supuesto.


No parecés la misma, son los años, es verdad que no vienen solos, pero claro, a mí que me importa, si de solo verte me entusiasmo, sin embargo a vos, ¿a vos te pasará lo mismo?

 

¿Canas yo?, claro, los años Y que coqueteo, que miraditas, que saco pecho, siempre la misma. Bronceada en septiembre, sí, siempre la misma. Cuando te crucé en la vereda fue la emoción de todo junto, el éxtasis del chocolate y la remembranza del abismo más oscuro de mi vida, todo junto y revuelto explotándome en la cara. El vértigo, el terror y el deseo de saltar al abismo. Vos no te sorprendiste, te ruborizaste sí, (¿culpas del pasado?), no más que palmaditas en la cola, y el blanco de tus dientes destellando en la mañana. Apurados los dos, al fin nos despedimos y cada cual su camino, aunque pensábamos llamarnos más adelante claro, por eso los papeluchos con teléfonos que cambiaron de manos. No mal entendiste mi mirada, aunque tal vez no sea justo que te sintieras deseada así pasó, con tú mano entre las clavículas ocultando el escote, bueno escote, un cuello amplio, para escote revelador nunca tuviste y en cambio como insinúa lo insinuado. Yo estaba muy guapo con el saco, bueno gracias, mi uniforme, hube de aclarar resistiendo el halago. Orbua Pedro, chau Ivi. Y entre París y Buenos Aires otra vez el océano.

 

Mi amigo Pancho, se había ido ya cuando te apareciste aquella noche, no me acuerdo si le dolía el estómago o tenía que estudiar, pero fuera como fuese me dejó solo a eso de las cuatro de la mañana, con la cerveza caliente y sin burbujas. Con más sueño que ganas de caminar hasta el departamento me quedé porque irme era mucho trabajo. En dos minutos nos presentó tu amiga, como si me conociera la gringa, después te reirías de su desparpajo.

 

-Boina note- me dijiste con la voz y la mirada cuando me acerqué, ganándome la iniciativa.

 

-Linda boina la tuya

 

-¿Parle vous…?

 

-No mucho parlo de oído madame.- Y como eso de querer entenderse no tenía idioma, la seguimos en un café con tostados.

 

-No entendés nada Ivet, te solté en la confianza que nos habíamos ganado.

 

-Je hablo horriblé- Bueno hay que ver que el acento era tan embriagador como el perfume que llevabas y eso sumado a la magnética distancia de una piel que esta dispuesta a aprender y a enseñar te redimió completamente. El moso nos oiría reír a coro en dos idiomas.

 

Cuando salimos con Piere y Magda tuviste que admitir que al menos habías empezado a comprender el idioma, a comparación, vos eras estudiante de intercambio y ellos tal vez unos polisones. En dos semanas habías aprendido la diferencia entre el vos y el che. Piere parecía más preocupado por la comida y la ropa y Magda directamente que le importaba poco menos que la merde aprender el castellano y mucho menos el rio platense, nunca entendí por que le había caído simpático como decías vos. Después fueron el cine, todo nacional, y el teatro con un Alarcón que estaba glorioso y una Inecita Ester magnífica, hay cosas que no tienen idioma. Y tú viejo que conocí por casualidad una vuelta justamente a la vuelta de la embajada de tu patria. Él sí hablaba bien el español, pero teñido con un carácter de alta alcurnia. Escupía las frases, un acento de desprecio que sonaba como si a uno lo obligaran a atender el teléfono mientras se lava los dientes. Vos le hablaste como en casa y te agradecí la discreción de dejarme fuera de la discusión familiar.

 

-Sí boun buaiaje (franchute estirado, como quieras).

 

Pensé sin equivocarme que el helado te sentaría bien. De paso volví a comprobar que el dulce de leche y el chocolate en sus diferentes variantes son la más sabia elección, ¿crema del cielo?, ¿pistacho?, ¿cereza a la pana?, nada.

 

Para cuando me anunciaste tú partida ya era tarde, tarde para convencerme de que el tango no es tan triste, tarde para preferir mi compañía a la tuya, tarde para nacer en tú Francia, para andarme como si tan solo tú recuerdo me fuera a contentar.

 

-¿En dos días?, ¡no que va!, es decir sí, desconcertado está bien dicho. Yo podría hospedarte, claro que San Telmo ya sabés, no es Barrio Norte. Pero papá no iba a querer. Y estaban Pierre y Magda que se volvían al viejo continente la próxima semana. Y el trabajo transatlántico de la agencia parisina tocando su silbato, esperando la llegada de la hija de.

 

-¿Pero volvés? ...no, a Buenos Aires digo…y un año, un año es largo en cualquier idioma pero que remedio.

 

Después nada, va, una carta, que era poco menos que una estampilla y un sobre y un montón de garabatos que decían con tu trazo, con tú mano, las distancias, el invierno, los recuerdos compartidos, congelados, en blanco y negro rasguñados. Una carta y nada más.

 

Sobre los techos de estos mismos edificios ese que era un cielo de estrellas refulgentes es un montón de humo, smock porteño, lívido aroma a muzarela que se levanta desde la pizzería de la esquina, eco furibundo del ronroneo solitario de un colectivo que cruza la avenida desierta. Un cielo caminante que se arrastra hasta los claros de tú tierra. Un cielo constelado, estrellado en el dolor de sus púas. Después nada, va, esas cosas de la arena que cae y erosiona, los dolores y las dichas. Un frío que anestesia, que duerme, que calma y al fin, uno sigue viviendo con el no pudo ser transformándose en un nunca fue, y más tarde, olvidándolo todo o más bien impidiéndose volver a recordarlo para poder continuar. Volver a empezar, volver a empezar…pero uno ya no es el mismo, se hace más cuidadoso, menos temerario, más viejo. Por esto previne el contacto con Magda que insistió un par de veces en telefonear desde Marbella, excusándome malamente y evitando en esas situaciones cualquier conversación que pudiera hacerla seguir pensando que era simpático, fingir que no comprendía casi nada de su franco español funcionó. Era necesario cortar todos los puentes. Inútiles senderos que nos tenía en puntas tan distantes. Seis años pasaron hasta hoy o poco menos. Y de nuevo vos. De nuevo París en Buenos Aires y el abrigo de principito y esa mirada filosa azulina. Y un número de teléfono nacional. Cuando te llamé secretamente esperaba que no atendieras. No es que no quisiera en realidad pero tantos años, tanta pena y tanto olvido, qué se yo. No me acuerdo bien que te dije, y te escuché reír contento como un nene. Claro que no iba a salir corriendo a tu encuentro por tan poca cosa después de todo. Cuando toqué el timbre del caserón eran apenas las diez y media de la noche, ya no me importó haber tardado tan poco en comerme el orgullo y esperé los diez minutos más largos de mi vida. Se detuvo en la puerta un coche importado. Tú papá me miraba con las cejas fruncidas. En vano traté de explicarle quien era, él lo sabía, pero sus ojos se ablandaron cuando pronuncié tu nombre. Me volví pateando despacio para casa, era una tremenda estupidez la que aquel hombre se atrevía a proferir para impedir que te viera, una historia inaceptable, y hasta morbosa, vamos, era su hija caramba, a que enterrarte. Volví a llamarte al día siguiente pero no me atendió nadie. Pasé por la casa y estuve merodeando el barrio hasta que volví a ver aparecer al despreciable franchute (entendeme), creo que me vio, no me quedó otra que largarme. Cuando Magda me llamó (tozuda la gringa) estuvimos porfiando un buen rato. Que locura era aquella del accidente en la rue de no se qué. Casi le imploré que no insistiera, pero lo hizo. Pero es que estuvimos juntos hace unos días, y el número, como explicaba que tuviera tu número, no era la misma casa que habían rentado hace seis años, pero Magda ya no insistió y su silencio, fue mortal.

 

Salí al balcón aturdido. El aire helado me era indiferente. Mire al cielo interrogando. Entre París y Buenos Aires, flotando eterna y etérea en el azul de tu diáfana mirada, una constelación de dolor

 

 

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El Renguito

El Renguito

Marcos A Rodríguez Alemany

 

 

 

Recuerdo la primera vez que vi a Montefiori. Fue en la vereda del café. Yo estaba sorbiendo mi cortado de rutina, volcado a la interpretación de un libro de política, cuando por el rabillo del ojo percibí la esbelta figura de una silueta sinuosa. Una tremenda rubia, voluptuosa en su medida trazó serpeando la acera, abriendo la fría atmósfera en su derrotero como un cisne entre los juncos. La mañana suspendía su alboroto en mis oídos, como cesa el cuchicheo del auditorio al descorrerse el telón. La muchacha atravesó el centro de la escena y tuve que admitirme que parecía determinada a perderse nuevamente entre bambalinas. Unos pasos detrás de esa gloriosa visión, iba el renguito, montado en la estela del perfume de aquella fémina como un moscardón sobre la fruta. Petiso y enérgico portaba un saco de lana marrón dos o tres talles más grande que él con la elegancia que se vería en una bandera de ceremonia uncida a la antena de un auto. Las manos hundidas en los bolsillos del pantalón obligaban al saco con aires de frac a bifurcarse por la espalda. La cabeza semi calva cabalgaba sobre un pescuezo corto ligeramente arqueado hacia el lado que renqueaba. Aparté la vista desencantado, como quien desatiende el remate de un chiste que ya conoce, para volver a mis asuntos.

 

La rubia ya había desaparecido entre el tránsito, el café se enfriaba, la idea del último párrafo se diluía sin poder enunciarla y resumirla en mi memoria, inclusive el nombre del ruso que protagonizaba el capítulo, esa contracción de consonantes entreveradas, me era esquivo y mientras intentaba releer el pasaje, la hoja se nubló bajo una sombra. El hombrecillo se había detenido junto a mi mesa y observaba ora el libro abierto ora mi cara.

 

-Buen día- acabé por decirle.

 

-Buen día- me espetó como para cumplir una voz cascada y volvió al silencio, el entrecejo fruncido y los ojos clavados en el libro.

 

-Qué necesita señor- mi vi forzado a inquirir, con despreocupado acento.

 

- ¿Yo? no mucho, vea- me dijo, se acercó un pasito y bajando la voz– soy un hombre rico ¿sabe usted?

 

-¿Y bien?- respondí, soltando la billetera.

 

-Ya sabrá… rico no es quien mucho tiene sino quien poco necesita.

 

-Claro, sí, así dicen.

 

Comenzaba a inquietarme la presencia de aquel hombrecillo desalineado quien por el contrario parecía no hacer ningún caso a mi fría cordialidad. Su rostro, laxo y arrugado hería con dos ojillos vivaces. Lo cierto es que no atinaba a saber a dónde quería llegar el sujeto. Tampoco entendí, la gesticulación sordomuda que la mesera, me hizo a la pasada, por detrás del varado transeúnte. Por último me resolví:

 

-Vea si no le molesta, estoy un poco ocupado- le dije y aleccioné con un gesto de mi mano hacia la mesa.

 

-Gracias- respondió y dándose media vuelta tomó una silla de otra de las mesas, la colocó en la mía y se sentó.

 

Antes de que pudiera decir algo, el renguito le espetó a mi desconcierto:

 

-¿Por qué no lee el diario digo yo?

 

-Estoy más o menos al tanto de la actualidad, prefiero estos libros ahora. El cuasi enano se había acodado sobre la mesa y mordisqueaba la última medialuna. Una ola de furor encendió mis orejas y se soltó de mis labios como una llama:

 

-Haga el favor de seguir su camino señor, no quiero ser grosero- y agregué apaciguado el tono- pero estoy muy ocupado como le decía hace un momento.

 

¿Ustedes creerían que el tipejo se inmutó? Muy por el contrario, se arrellenó en la silla pedestal y observando el cielo raso caviló mientras decía como quien piensa en voz alta:

 

-Ustedes son así, ya lo sé bien.

 

-¿Ustedes quienes caballero?-  Me enerva la gente que intenta acomodar el mundo al casillero ordenado y artificioso de los arquetipos. Ustedes: los oficinistas, ustedes: los hombres, ustedes: los argentinos, ustedes: los progresistas ¿Ustedes quienes…?

 

-Ustedes estimado, los intelectuales- dijo conciliador mientras asentía a su propia aseveración.

 

Los elogios sirven al vanidoso como la miel al oso, hasta que el aguijón de la sensatez pica lo suficiente para alejarse uno del panal y seguir su camino. Pero siempre gustamos, al menos en principio de la palabra adulona, y la creemos cierta quien más quien menos por un tiempo. Y mientras ese momento pesaba sobre mí como un soborno a la autocrítica, discurrí:

 

-Bueno, no crea que cualquiera que lee un libro está llamado a ser un int…

 

-Dicen también que no hay intelectual que a la par no sea, bajo el ardiente halo de una sesera laboriosa, también y en igual medida un remachado marica caballero y usted a ojo de buen cubero bien da la talla.

 

Asaltado por la impertinencia de ese canalla como por un chaparón helado en pleno verano, sentí brotar y rodar cuesta abajo una gota de sudor por mi frente plegada y en ese transe estaba, dispuesto ya a espetarle a ese mequetrefe cuanto me diera la garganta en improperios cuando, advertido por la iracunda mirada que atravesaba la mesa en su dirección el desparpajado agregó:

 

-No ostante lo cual, he notado el interés lujurioso, si me permite usted suraye, le ha despertado la muchacha de la fiambrería.

 

-Mire, no sé de qué está hablando y a decir verdad tampoco me importa ni esta ficción ni ninguna otra observación producto de su desfachatada bufonería y si tiene algo que agregar espero sea para despedirse redondamente y seguir buscando otro lugar a donde nadie lo ha llamado.

 

-Así que así están las cosas. Vea, hombres como usted contravienen el propio sentido de la vida. Quieren alcanzar lo inalcanzable, pensadores, idealistas, teóricos, y lo que está a la mano, el consejo fraternal, la dulce compañía de una mujer hermosa, eso, lo rechazan con vehemencia y determinación de hierro. Es como dicen nomás, un intelectual es un hedonista de las ideas, el deseo largo y los brazos cortos, un purgado sin retrete, una vitrola sin manija… Usted no va a negar- declamó con vehemencia- que estuvo mirando atentamente la pasarela cuando Fabiana cruzó hace un momento- discurseó mientras con el puño cerrado y el índice perpendicular al piso golpeteaba sobre la mesa.

 

Ustedes creerán que estoy loco, tal vez, pero algo en aquel impertinente maltrecho había hecho cambiar la disposición de mi espíritu hacia otro plano. El hecho es que después de una larga pausa, acabé por sonreírle. Disculpando la observación homofóbica, y la manera intempestiva de regurgitar sus pensamientos, hube de admitir para mi fuero interno que el renguito no estaba tan alejado de la realidad. O mejor sería decir de lo que yo pensaba. 

 

-Y dígame, usted qué viene a ser, un filósofo de barrio, un psicólogo delivery, un filántropo verborrágico- le dije cruzándome de brazos y respaldándome cuan largo era sentado.

 

-Yo soy un… un consejero

 

-¿Y suele dar consejo a quien no se lo pide?- le reclamé irónico

 

-¿Y a usted que se le importa?

 

-Creí que ya habíamos abandonado la etapa de las desavenencias Montefiori.

 

-Y yo creí que no le había dicho a usted mi nombre remilgado lustra sables. ¿Por qué piensa que tiene el derecho de llamarme como se le antoje?

 

-Basado en el mismo derecho que usted usó para venir a explayarse sobre cosas que no son de su incumbencia Montefiori. Además si piensa que va a volver a ofenderme con su boca de zaguán y sus insultos sexistas de vieja de barrio está como quien dice, meando fuera del tarro. Qué le parece si deponemos por el momento las afrentas y me cuenta de la muchacha de la fiambrería.

 

-¿Qué quiere saber Roberto? me dijo sin mirarme, abocado a una búsqueda exhaustiva de quien sabe qué cosa por todos los bolsillos de su vestimenta.

 

-Sí, llámeme como quiera Montefiori, pero dígame entonces, ¿cómo es que sabe el nombre de la chica, o también es producto de su fructífera inventiva?

 

-¿Qué chica? inquirió el rengo levantando los hombros.

 

-La que pasó hace un rato, la tal Fabiana, Montefiori- le dije como quien obligado a repetir algo obvio empieza a perder la paciencia.

 

-Ah, bueno Fabiana, Irma, Lorena, o como sea, sep, la tengo vista del barrio.

 

-¡Ah bueno! Ya veo que es usted un Señor Pelotudo.

 

-¡Epa!, no le permito- advirtió el rengo con el índice hacia el cielo y continuo confidente- así solamente me llaman mis amigos y hasta donde yo sé usted y yo ni siquiera nos hemos presentado.

 

-¿Sabe una cosa?

 

-Mmmm- me respondió el maltrecho que estaba mandándose lo que quedaba de mi café.

 

-Tiene razón en eso. Me llamo Jusepe Ruiz, pero mis amigos… me llaman Roberto.

 

-Montefiori, para servirle- me dijo y después de limpiarse la boca con un pañuelo que había aparecido de un bolsillo interno del saco, me extendió la mano.

 

 

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Sensación Témpica

Sensación Témpica

 

Marcos A. Rodriguez Alemany

 

 

 

Si yo le digo que tengo calor y usted me dice que hace diez grados a la sombra, cómo se entiende.  Se llama sensación térmica.  Bajo insospechados coeficientes se mide.  Y cómo se llamaría entonces si yo le digo que hace una eternidad que espero los resultados de mis exámenes y usted me dice que hace apenas diez minutos que el doctor me anunciara que me los daría.  Si tiene tiempo le cuento una historia.  Pero permítame primero que le exponga un poco la idea:

 

Hay un tiempo, uno sólo.  Sin embargo, es notable la vastedad y variedad de relojes que existen.  Los hay de todos los tipos, formas y colores, de los de sol, de los de arena, de los de agua, de los de cuerda, de los de pila, de los de pulso, de los de aguja, de los de cuarzo, de los de pie, de los colgantes, de los despertadores, de los de bolsillo, de los collares, de los pulsera, rojos, blancos, azules, rosados, negros, verdes, violetas, amarillos, marrones, los que sea.  Infinidad de combinaciones, máquinas, mecanismos, circuitos, prototipos acompasados orgullosos de su grave y augusta conducta, ejército de agujas, de números, timbres, campanas, chicharras y chasquidos.  Todos indican el tiempo.  No, no es verdad, que pretensión, que despropósito, que petulancia sería, si creyéramos que estos, enanos o gigantes, lo que fueran, pueden indicarnos el tiempo, si ni siquiera sospechan lo que es, o mejor sería decir, nosotros, los artífices de estos instrumentos no tenemos una idea acabada de lo que es el tiempo.  Medirlo, cómo podríamos.  Pruébese medir, el peso del trino de un gorrión en primavera, o la distancia entre el enojo y la desdicha.  Inútil ¿verdad?

 

La vida moderna, la sociedad industrializada, las autopistas, los medios de comunicación, en fin, todo este conglomerado nos ha convencido de la imprescindible utilidad de estos artefactos.  Ahora bien, conocí a un tipo, que no tenía uno pulsera, ni de bolsillo, en su casa no había despertadores, ni de pared.  Juan, así se llamaba.  El quía no tenía relojes.  Recuerdo uno de nuestros diálogos:

 

-¿En dónde andabas Fabián?  Hace cinco puchos que te espero.

 

-El bondi, negro, viste cómo es, estuve en la parada más de media hora.

 

Ante la cara de Juan, que a las claras me decía que no entendía un pomo, y esto no es que lo notara por ser demasiado perspicaz, dos hoyuelos arriba de las cejas y un ojo más abierto que el otro, era prueba arto suficiente de su desconcierto, me esforcé por hacerme entender.

 

-Mirá- le dije, y le enseñé una bolsa de papeles de caramelos -me los comí en la parada esperando.

 

Juancito, qué tipo lindo, claro que estaba loco, seguro, y quién no.  Usted me dirá, pero Fabián este muchacho, es decir, bueno, desconocer la hora, cómo se las arreglaba, y le diré, como podía, y quién no.  Ahora bien, nunca supe que edad tenía, yo le calculaba unos treinta y cuatro, a ojo, no más, no es que le preguntara, de hecho alguna vez lo hice y me dijo algo así como que estaba cerca del fin.

 

-Pero no querido, qué decís, si sos un pibe, que me queda a mi sino che.

 

Y entonces entendí, se había peleado con su novia o sea, en resumidas cuentas tenía un día azul.  Estaba triste que tanto.  Lo veía seguido, sobre todo el último ¿tiempo?  Son esas cosas que si tienen que pasar pasan, me digo vuelta a vuelta, y me consuelo un poquito.  Ahora, que ya no está de cuerpo presente, lo digo así porque de algún modo está conmigo, me ha dejado una herencia, sí, a mí, y yo la acepté de todo corazón, las cosas que le quedan a uno de la gente que quiere che, qué loco.  Él andará pateando las nubes con su andar ligero en la eternidad que siempre fue suya.  Son esas cosas que si tienen que pasar pasan.  El vigilante que vio el accidente me dijo que cruzó el semáforo a destiempo.  No, qué va, pero qué le podía explicar yo.  Y para qué.

 

¿Que cuánto hace que falleció?  Y eso, eso que importa.

 

Juancito, querido, hace ya una parva de ausencias que te fuiste.

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La Boca

La Boca

 

Marcos A. Rodriguez Alemany

 

 

 

No recuerdo cuando fue la primera vez que tuve que ir al dentista. Creo que no era tan chico. Esto no significa como luego comprenderán que tengo lo que se dice una dentadura fuerte. Lo que sucede es que entre la aparición de la carie y los primeros signos de dolor que registra mi cuerpo puede pasar mucho tiempo, inclusive años. Supongo que las terminaciones nerviosas que acuden a mis dientes están bien lejos de la superficie. El caso es que es mucho más probable que descubra en el espejo del lavabo el deterioro de una pieza dentaria, a que la sienta dolerme y la descubra por ello. Como cuando se corta una uña, no se siente dolor sino hasta que la hendidura llega a la carne que recubre el hueso de la primera falange. Lo mismo me ocurre con las fisuras en los dientes. No sito porque tampoco recuerdo mi primera extracción. En cambio sí me ha quedado gravada una especialmente sanguinaria. Me la practicó una odontóloga recomendada quien sabe por quien a mamá. Yo vivía con mi pareja de entonces en capital y tuve que viajar una hora en colectivo para allegarme al consultorio de la susodicha doctora en algún recóndito lugar del gran Bs. As., por donde nunca antes había pasado. Algún tiempo después me enteré de que la doctora Viviana supo padecer de parálisis en la mano diestra lo que explicaba enteramente su falta de fuerza en el momento de remover mi muela.

Mi boca es como aquel empetrolado recodo del río donde la costas están sembradas de viejos cascos ladeados que se hunden en el fango con la nostalgia de sus años mozos, de sus quillas relustrosas, de sus silbatos a todo pulmón y sus máquinas en marcha. Así mi boca es ausencia y mal oleaje de tabaco, oleaje de una lengua ennegrecida en el café que recorre pesadamente los espacios entre los moribundos navieros que aun no han zarpado de sus muelles.

Papá nos llevaba dos por tres a toda la familia a recorrer y patear un rato las costas de aquella La Boca donde vivieron sus abuelos europeos. Era un hermosos museo de fantasmas de hierro ceñidos por magníficas cadenas, con eslabones grandes como mis piernas, sujetos a tierra previniendo se echaran a andar para aplastar cuanto se les pusiera delante. Había barquitos oxidados como abuelos en sus descompuestas mecedoras y otros, enormes edificios marinos como fábricas abandonadas a la herrumbre y el silencio. Anclas como crustáceos desmesurados que la marea ha arrojado fuera del agua. Cristales rotos en las redondas ventanas y largos yuyos entre las piedras como las uñas de los muertos. Qué aventura recorrer aquellos lugares. Qué ganas de abordar y buscar el timón y correr escaleras abajo, a la sala de máquinas y gritar a los mecánicos ausentes que dejen de holgazanear y arreglen lo que arreglan y a zarpar. Pero no se podía abordar, había una prohibición en los carteles enclavados, pero antes que estos estaba papá que por supuesto no lo aprobaba. Y mamá que cuidado con correr, que no tan cera.

Me pregunto qué significaba para papá aquel lugar. Era o había sido el refugio de sus abuelos venidos del viejo continente, pero creo que él siquiera los había conocido. Por otra parte papá trabajó en Administración de Puertos cuando aun era estudiante universitario. En su casa había una foto que hoy me gustaría tanto tener donde podía vérselo construyendo un modelo a escala de una grúa portuaria. ¿Serían aquellos recuerdos los que papá palpaba recorriendo La Boca? Siempre le gustaron las grandes máquinas, no por nada era ingeniero. ¿Pero los barcos? ¿Eran máquinas para él? ¿Qué significaba aquel cementerio de navíos pudriéndose sin remedio en las turbias aguas del río más contaminado del mundo? Con los años papá fue dejando esa costumbre de visitar La Boca.

El viejo tiene una dentadura extraordinaria, a sus sesenta años solo le han arreglado un diente. Se seccionó el nervio en un accidente inusitado en el que un destornillador con el que estaba forcejeando se le zafó y fue a darle un golpe certero por arriba del labio. Mamá en cambio, tiene el tipo de complicaciones que yo le he heredado. Por mi parte he visitado más dentistas que psicoanalistas, y eso es decir. Al menos los odontólogos me han arrancado a su tiempo uno y otro dolor. Otra que ha tenido padecimientos bucales es la abuela, está bien, yo ya la conocí vieja, pero créanme que si reunimos todos los dientes de las diferentes dentaduras que le han hecho tendríamos más piezas que una docena de tiburones.

La Boca pabellón de moribundos navieros. La Boca pasión de multitudes futboleras. Caminito multicolor, calidoscopio de artistas y turistas. La Boca, chapa y conventillo. La boca inundación y veredas pedestal. La boca por donde digo, la boca por donde callo. Despoblado rincón donde apalabro la ausencia, la boca.

 

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El Ciclo de las Alas

El ciclo de las alas

 

Marcos A. Rodriguez Alemany

 

 

 

A veces, a orillas del sueño, con una creciente incertidumbre y la linterna casi sin aceite, escucho venir los pichones del infierno. ¡Ah, que malditas criaturas! Tengo el oído atado a sus maniobras aéreas, y al vibrar del tímpano se me eriza la piel y una comezón me muerde de agujas invisibles el cuello, las piernas, la espalda, la panza. Parece que el espanto no puede esperarme y un puñado de heraldos viene a escoltarme. Sé que es inútil, pero mato a uno y otro monstruo volador en sus descansos. Vienen más y así seguimos, hasta que una brecha suficiente de tiempo me permite adormilarme y ya no oírlos.

Soy en el sueño, tal vez otra polilla. Eso explicaría por qué amanezco sin colcha ni sábanas, y el sabor a diente molido en la boca pastosa, tal vez polvo de libros, o el dolor crepuscular en los omóplatos, de un aleteo incontrolable, o la jaqueca palpitante, vestigio de mil golpes en la noche de mi vuelo. Sí, tal vez sea una polilla cuando duermo.

Si aparezco en tu cuarto, cabeceando los perfiles inconclusos de las cosas, debes matarme. Quizás entonces, duerma tranquilo.

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Con luz y sin ella

 

Marcos A. Rodriguez Alemany

 

 

 

Cuando por accidente o incidente nos vemos desprovistos de alguno de nuestros sentidos, el cuerpo se las arregla para suplir la falencia aumentando la sensibilidad de los otros órganos sensoriales. Es notable como un invidente percibe el mundo a través de la audición o el tacto, notable porque para el resto de nosotros esos datos, recogidos y decodificados,  son difíciles de imaginar siquiera, sin la mediación de la vista, sin embargo vemos como estas personas pueden, con ciertos ajustes en su vida cotidiana, arreglárselas para desenvolverse en el mundo.

 

Confiamos mayormente en la percepción de nuestros sentidos siempre y cuando estos no contravengan la racionalidad de la que nos jactamos como especie. Es decir, si sentimos olor a quemado nos pondremos de inmediato a buscar cual es el foco del incendio, y si después de una exhaustiva búsqueda no descubrimos fuego o siquiera algo que se haya quemado nos decimos que alguien ha estado fumando o que es simplemente esta ciudad, que terminará por asfixiarnos entre escapes y bocinas, y cerramos de un manotazo la ventana. A veces, nos parece ver algo o a alguien con el rabillo del ojo, cuando comprobamos que estamos solos, nos explicamos que lo que sucedió fue que una sombra se descolgó por la ventana o que la vista cansada de tano monitor televisor está pidiendo descanso o en el más extremo de los casos, que un espíritu o un ángel se dejó ver por descuido o advertencia. El mundo como lo conocemos es la traducción de nuestros sentidos, la interpretación  de la información recopilada mediante tacto, olfato, vista u oído de cuanto nos rodea. Una sobreabundancia de datos puede hacer colapsar nuestro centro nervioso de la misma forma que una pc hogareña se cuelga. De esta manera optamos por apagar la radio si esta encendido el televisor o miramos un programa por vez y no dos a un mismo tiempo, aunque padezcamos de zapping. Previniendo el colapso por sobredosis de datos nos hemos vistos inclinados a clasificar cuanto nos rodea para llevar un orden, orden que jerarquiza el universo asimilable a nuestra psique.  Esta exhaustiva prolijidad reporta una economía de recursos mentales para enfrentar la multiplicidad de sucesos.

 

Efectos secundarios, la letra chica del prospecto, más temprano que tarde, nuestros sentidos se osifican a la rutina y solo perciben, en función del ámbito en que estemos, lo que se supone debemos percibir allí. Esta automatización nos hace arribar a conclusiones equivocadas cuando el patrón de los supuestos se altera y nosotros olímpicamente acomodamos la diferencia de forma que cuadre en nuestra tabla. Estamos entonces transformando a conveniencia los datos recogidos y acomodándolos al mundo posible.

 

Cuando nos vemos privados de algún sentido y más cuando esta privación se prolonga algún tiempo, resignificamos nuestra experiencia, por lo general alarmante, en una transposición apresurada y negligente. Pero, entonces y por ejemplo: ¿Qué es lo que vemos cuando no vemos con los ojos?

 

 

 

 

Tengo dos llaves de casa, una conmigo siempre y la otra escondida en la tortuga que alumbra el porche. Así que nada, no me molesta, afuera hoy no me quedo, mañana hago otro juego y santas pascuas. Parece mentira che, nada por aquí, nada por allá, no hay caso.

 

- Si señor… trabajando señor ya lo ve, es que quiero poner los papeles de Rawson al día señor… hasta el lunes… por supuesto, a primera hora como siempre.

 

Qué hará el señor hasta el lunes, no lo imagino en su casa, que la tiene, y familia, mujer y dos hijos chicos, pero no, no lo veo en pantalón corto jugando con el perro y los pibes o dándole un beso a su señora, claro, los muchachos de la oficina comentan que la mujer es preciosa, yo nunca la vi, pero no, para mi el señor desaparece por las noches en el ascensor del vigésimo séptimo piso y de alguna forma reaparece allí a eso de las diez u once de la mañana, nunca se sabe. De las llaves ni noticia, dónde las puse, bue, a ver, café, sí, sí, esta mancha en la alfombra es de hoy, ayer la alfombra del pasillo estaba limpia, claro, porque no había café, está quemado, y bue, un poco más de azúcar. Que lindo esta así todo callado, hay que ver como cambia el paisaje sin tanto alboroto, sin cuchicheo de papeles, sin chasquidos de teclados, sin carreritas de tacos, de “tacos” que piernas mi Dios, es una trepadora, pero que cuerpo, tiene con que trepar, además tonta no es, si hasta me da un poco de miedo, que salame, pero la va de te ayudo sin interés y no, siempre hay algo, con el señor, con él es más formal, y quien no, no es cuestión de que se sospechen privilegios, que serían ganados, bien podría imaginarse en que ley, por eso mismo, que café de mierda, un poquito, a ver, ¿llovizna afuera?, lo dicho, debe hacer un tornillo bárbaro, y acá esta lindo, a ver Domínguez, présteme su sillón hombre, que lo tiró que cómodo es che, y la oficina de punta en blanco, faltaría más, y se hace el que labura el muy hijo de mayo, y pensar que al principio yo me lo creí también, hasta que me apioló Ramírez:

 

- Ese es de puro dedo.

- ¿Qué?

- Que esta puesto, lo puso Marcial, después de que Piernas se desmayara aquel día, ¿te acordás?, otra más, el exceso de trabajo, el estrés, dejame de joder, que corre de un lado para el otro es verdad, pero tenés que ver que hace la mina, relaciones públicas, favorcitos a los de arriba ni bien se le presenta la oportunidad, semana de la dulzura te digo, una golosina por un beso, y qué golosina si es una…

- ¿Tanto así es?

- Empezó de azafata en pago a jubilados.

- Ah yo pensé que era secretaria.

- Escalón por escalón se sube la escalera Juancito, a la otra minita que laburaba con ella cuando terminó la pasantía la portaron vía, pero ella quedó, fue auxiliar de Gómez.

- ¿Quién?

- Gómez, de clearing, el pelado petizo, el de los dedos de chancho.

- ¡Ah! don Javier Gómez, buen tipo ese ¿no?

- Sí, sí, con el estuvo hasta hace tres meses cuando vino para acá, y ahí la tenés, secretaria del gerente de la sucursal 52, y en todo esto habrán pasado cuánto, siete meses, no más, no si la nena anda rápido y apunta bien y lo traen a Domínguez para que atienda la parte legal y además que la ayude a la pobre con la excesiva tarea de secretaria, ah, no te olvides de Lolita, que es el caballito de batalla, la viejita todo el día dale que dale, y siempre con esa cara de resignación dispuesta, esa es la que salva las papas siempre, la vieja es una máquina, se enchufa a las ocho y se desconecta a las seis, vos la ves y parece que está en cámara lenta pero te digo que de su escritorio salen papeles que deben talar un árbol por día para abastecerla, ahora… no sé nada de ella, está acá desde que vine y no sé, como es tan callada la vieja, es solterona creo.

 

Los zapatos me aprietan las medias me dan calor, que lindo, ¿no le molesta si apoyo los pies en el escritorio Domínguez? me imagino que no. Apa, el último cigarrillo, igual me compro de pasada, pero que frío debe hacer afuera. Domínguez, Domínguez, así que puesto el tipo, este Ramírez no quiere a nadie, pero debe ser, debe ser. Ya las once, que lo tiró, ¿le molesta si prendo su radito Domínguez? Uia, ¿y esta cartera? Domínguez, esto si que es noticia, hombre grande, qué es esto: preservativo, peine, espejito, lápiz labial??? , documentos, ah sos vos Piernas, Zulma Luciana Zaiec, a ver, tenés...treinta, treinta y siete, bien llevados seguro, no sos ninguna nena, Zulma Luciana, Luciana, esa es nueva, Luciana, no sabía. Bueno Luciana, te dejo, el saco en mi oficina, monedas tengo, hasta la planta baja, Sarmiento no está, por ahí ha de andar, que vida la de portero, a la pelotita que ventolina, me congelo, el kiosquito inmortal, la única vela en este entierro, pero dejé la cartera abierta que chambón, vuelta, hasta el veintisiete, cajón espejado, que caripela tenés Juancito, pero no tengo sueño, ya me desvelé. Ay que fiaca, eso si.

Con luz y sin ella

- La puta madre, si seré boluda, dónde estás mi amor, dónde estás. ¡Juán!, usted por aquí, me ha dado un susto terrible caballero.

- Es que las llaves, no sé donde las dejé y…

Que tipo boludo si de solo verlo se lo figura cualquiera, es un pobre diablo, tan sumiso y cordial él. -Fíjese que yo me he olvidado la cartera.

Buscala por ahí Luciana lo que no parece que vayas a encontrar es la dignidad como te sigas vistiendo así

- Qué casualidad hoy es día de olvidos, es que estamos cansados, viernes a la noche después de todo el trajín de la semana Zulma que le vamos a hacer.

- Ah, aquí está mi bolso, lo que pasa es que no doy a basto con tanto trabajo.

- Sí la he visto correr de un lado para el otro Zulma– favorcitos.

- ¿Usted encontró sus llaves?

- Son estas las tenía encima que torpeza la mía.

Y con esa cara nadie esperaba otra cosa querido - Pero que bien, seré curiosa ¿va usted por casualidad para la estación?

- Bueno a decir verdad es decir yo normalmente no pero hoy fíjese que…

Es vueltero además de lento que tipo pesado Dios mío.

- …tengo que rumbear para esos lares porque,…

Vas o no vas, a ver si te decidís de una buena vez.

- …en fin sí.

- Bien entonces podríamos compartir un taxi, ¿le parece?

¡Ah! por ahí venía la cosa, esta señorita sabrá cuánto gano, que digo seguro que sabe, lo que pasa es que le importa un comino.

- Ah usted lo decía por eso - uh y ahora cómo zafo.

- Sí por supuesto, pero si no quiere no importa no hay problema.

- No no nada de eso, no hay ningún problema - qué dije, ¿soy estúpido yo?

- Bien entonces ¿bajamos?... ¡¿Juán?! ¿está usted bien?, ¿qué pasó?

- No se preocupe Zulma de seguro vuelve enseguida quédese donde está - mierda que esta oscuro, ¿qué habrá pasado, será general? - aquí estoy, ¡ups! perdone.

- No es nada Juán.

- Es que no la vi.

- Por favor… - Con las veces que me han tocan el culo en el tren me voy a espantar por esto por Dios - …ni lo mencione.

- Tómeme del hombro que yo la guío, vamos a acercarnos a la ventana para aprovechar la luz de luna.

- Buena idea - La puta madre se me va a hacer tarde ya la estoy viendo a la chirusita esa echándome en cara la hora para rascar unos pesos más, gajes del oficio querida si cuidas nenes sabés cómo son las cosas, a mi no me vas a venir con historias.

- Cuidado con la máquina de café Zulma - Quién me iba a decir a mi que iba a terminar la semana de perro guía de Piernas, si se entera Ramírez me va a gastar hasta cansarse, ¿qué es ese olor? huele muy bien.

- ¿Ve algo con ese encendedor?

- No se preocupe, vamos bien.

- Usted dirá que niñería pero me pone especialmente nerviosa la oscuridad - Estoy hablando de más a ver si este monigote anda después esparciendo en la oficina que me entró pánico a mí, que digo esparciendo mejor que ni se le ocurra comentar nada, ya voy a encontrarle la vuelta para insinuarle que no lo haga, que sería perjudicial (para mi imagen por supuesto) o qué se yo que le invente, va, después de todo este mosquita,¡ja!, quien va a creer algo raro de… ja.

- Es perfectamente normal Zulma, es el miedo más viejo del hombre - Es perfume, sí el perfume de Luciana, que bien huele.

- ¿Miedo dice? no Juán una mujer como yo no le teme a las sombras, figúrese que me las he tenido que ver con cosas peores que esas y no soy de achicar usted comprenderá.

- Aja, ya veo - Si no fuera que me cae como una patada al hígado le daría un beso aunque más no fuera para que dejase de decir pavadas, ¡pero que estoy diciendo! parece que el corte me alcanzó el cerebro - Ya ve Zulma mire hacia allá, ¿ve esa puerta?

- No, ¿cuál?

- Por allá.

- ...

- Bueno es la salida a la escalera.

- Ah claro.

- Quédese acá junto a la ventana que yo abro y con la luz de emergencia del pasillo le va a resultar más fácil caminar.

- ¿Le parece Juán?, no, mejor voy con usted.

- Hágame caso, ya vengo, mire parece que toda la ciudad ha quedado en penumbras, qué espectáculo peculiar.

A la mierda que tiene razón este tipo, que cosa más espeluznante, es una película de terror, apenas veo el edificio de enfrente y de la calle ni noticias, que miedo me está entrando.

- ¡Juán!

- ¡Ya voy, déme un momento! - Que lo tiró que es histérica, casi me hace gracia la situación, si no fuera que no me está gustando nada esto de luces fuera.

- Ah bueno, ¿todo en orden?

- Sí, pero tengo una mala noticia.

- ¿Ahora qué?

- La puerta esta cerrada.

- Ah bueno, eso sí que es una muy mala noticia ¿y entonces?

- ¿Y entonces qué?

- Entonces ¿qué hacemos?

¿Tengo cara de cerrajero yo? - Bueno hay dos posibilidades.

- Diga diga

- Una, esperamos a que vuelva la luz, aunque no tengo idea cuando pueda ser eso.

- ¿Y la otra?

- Y la otra y la otra… llamamos a Sarmiento por teléfono para que nos abra.

- Eso, sí, hagamos eso, tenga use mi celular.

- No es necesario, uso alguno de la oficina.

- No que va, vamos ¡llámelo llámelo!

- Bueno a ver, ¿con este se prende no?

- Solo marque

- Bien

Dios mío porque me haces esto - ¿Y?

- Está llamando - dale Sarmiento, dónde estas viejo, no te hagas el ota y atendeme el teléfono che.

- ¿Qué pasa?

- No sé, no atiende.

- A ver déme

Que tipa brava por favor - ¿Y Zulma?

- Nada.

- Qué le dije.

- Sí pero no puede ser.

- Bueno pero es.

- ¿Entonces qué hacemos?

- Déjeme pensar… por casualidad, ¿tendría un cigarrillo para convidarme?

- ¿Eh?

- Un cigarrillos es que se me acabaron y…

- Ah sí entiendo tenga.

- Gracias, mire a decir verdad por ahora al menos no se me ocurre nada mejor que esperar un rato a ver si vuelve la luz.

- Pero es que tengo cosas que hacer.

- Entiendo Zulma, si de mí dependiera...

- Llamo de nuevo, este portero es un inconsciente, cómo no viene a abrirnos… cuando usted subió ¿le dijo algo?

- No lo vi.

- ¡Aaaah no le puedo creer tanta mala suerte junta!

- ¿Y a usted Zulma?

Atendé el teléfono porterito inútil - A mi nada, no lo vi tampoco vaya a saber en dónde estaba el señor, vaya a saber en dónde esta ahora, ¿puede ser qué no sirva ni para atender el teléfono?

- Si me disculpa un momento ya vuelvo.

- ¿A dónde va Juán?

- Al baño, ya regreso.

- Pero… ¿ve algo?, se va a golpear.

- Tengo este encendedor con eso basta.

- Bueno si a usted le parece. ¿Hola?... sí Muriel, estoy demorada querida, te tenés que quedar un poco más, cómo está Julián… ¿duerme?... bueno, no sé, no sé a que hora, vos quedate ahí, en la heladera hay suji de ayer, servite… bueno perfecto.

Que distinto se ve el baño ahora que no se ve, debe haber una perdida, ese rumor de agua viene de la mochilla me parece, debe estar el tapón pinchado como en casa, a ver, a ver, que lo parió, esta ardiendo el encendedor, mejor lo apago antes de que me explote en la mano, esto de pillar de memoria es totalmente una experiencia nueva, me siento como aquella vez de pibe cuando lo encontré en el baño del colegio a Gonzalo meándole el tacho al portero, pobre Don Luis, si hasta tenía el trapo adentro, ¡qué culpa me dio!, como si lo hubiera hecho yo, ¿estaré embocando?, creo que sí, ahora, si no viene la luz pronto esta tipa me va a taladrar el cerebro, que nerviosa que es, que lo tiró, yo también ya quisiera estar en casa, sacarme los zapatos, mirar un poco de tele, leer un rato en la cama, pero no, y bueno que se le va a hacer. ¿Puede ser que huela desde acá el perfume? es como de… como de… no sé pero como que me recuerda a algo.

 

- Veo que remodeló.

- Ah sí, siéntese Guzeta las traje junto al vidrio porque aquí entra más luz.

- Juan

- ¿Quién?

Juan Luciana, puede ser que no recuerdes mi nombre, entiendo que no soy personal jerárquico pero bueno che. - Que mi nombre es Juan Guzeta, pero puede decirme Juan.

- Ah que boba, sí Juan claro. ¿Ya pensó algo?

Y bueno, ahí vamos de nuevo - A decir verdad sí.

- ¿Y bien?

Que por algún motivo que no puedo más que adjudicar a lo avanzado de la hora y la escasez de luz, y a ese, ese perfume que lleva puesto y lo impregna todo, me dan ganas de …

- ¿Juan, hombre, qué le pasa, se quedó mudo?

- No que va, pensando, pensando que podríamos intentar llamar a los bomberos pero digo si Sarmiento sigue sin aparecer.

- No no sería un problema porque usted comprenda que vendrían y entonces usted y yo y un problema porque no no Juan eso no estaría bien no sirve

- Y bueno, claro, sí, tiene razón.

Qué cosa con este marmote pone esa mirada de perro mojado y para decir dos ideas juntas hay que apretarle el cuello y ahora con esta ganzada de los bomberos - ¿Quiere otro cigarrillo?

- Si no es molestia.

- Tenga y déme fuego, el mio se quedó sin vencina.

- ¿Sabe a qué me hace acordar esto?... al viaje de egresados.

- Ah mire usted, pero por qué lo dice.

- Bueno qué se yo no sé, estupideces no me haga caso.

- No qué va dígame por qué.

- Y… la luz tenue, el frío, no tener nada que hacer más que fumar mientras el micro andaba y andaba.

- Es verdad… tiene algo de aquello, y no está diciendo ninguna pavada, a mi también me lo recuerda.

- Tenga.

- No deje Juan.

- Vamos Zulma, déjese de cosas y agarre que está empezando a hacer frió.

- Bueno, gracias.

- Ese sobretodo también tiene su historia, ¿me creería que lo llevé al viaje de egresados?

- Mmmm

- Hace bien, pero la verdad es que también me trae muchos recuerdos, me lo regaló una novia que tuve.

- Ah que pícaro.

- Ja, bueno, ella era un encanto de mujer y no recuerdo en que ocasión pero sí me lo regaló ella.

- ¿Y qué pasó?

- Cosas de la vida supongo, a decir verdad pasaron muchas cosas pero ahora es es un lindo recuerdo, de esto ya hace muchos años.

- Y ahora dígame ¿está casado usted?

- No… vos, por favor, dirás que se me pasó el tren a mi edad.

- No, no lo diré - Aunque a decir verdad esta vez parece que el hombre tiene razón - Véame a mí.

- ¿Soltera?

- Ojalá… divorciada, ustedes los hombres a veces pueden ser terribles, de hecho el que fue mi marido es toda una bosta con perdón de la palabra.

- Y a veces no hay otra mejor.

- Es lo que le digo a mi hijo.

Parece otra tipa ahora, sin tanto rouge o más bien con lo poco que se deja ver con esta luz de luna…Es un idiota buenaso al fin y al cabo que para ser hombre es mucho... De carnaval o de propaganda, los ojos delineados en alto contraste ahora se ven mucho mejor o no se ven tan fríos... Ese bigote es lo que me hace su cara familiar, claro tiene un aire al tío Augusto, pero más joven…

- ¿Y tu hijito?

- Ah Julián es un amor, tan inteligente, al padre no salió, si usted lo viera, si vos lo vie… ¡ay que raro me resulta tutearlo!

- ¿Por qué?

- No sé Juán, es raro qué sé yo por qué, usted hace cada pregunta, ahí tiene, ahí tenés otra vez.

Qué salame a mí me encanta - A mi sin embargo me gusta, es decir me parece mejor ¿viste? - por qué arquearás así la ceja Luciana ¿dije algo malo, demasiada confianza te parece?

- Mmmm… sí tenés razón Juán - Porque tiene razón - cómo es la gente ¿no?

- ¿Vos decís con las distancias?

- Claro de repente yo a vos no te conocía porque trabajamos en cosas distintas y bueno en el mismo piso sí pero nunca pensé…

Que existía

- Que alguna vez podríamos charlar.

- Exactamente.

- Bueno a decir verdad yo tampoco y también me equivoqué es más te voy a confesar algo, hasta esta noche yo usted digo vos disculpame Luciana pero…

- ¿Luciana? - ¿cómo supo?

- Ah sí, lo sé por accidente, creo que me vas a creer… - sí me va a creer, el tono fue de grato asombro y no de reproche - …que fue accidental, encontré tú cartera y me topé con tu documento.

- ¡Ay Juán estoy horrible en esa foto! - Cuánto hace que no me decían así, desde la secundaria, desde entonces.

- Y bueno quiero decir que para nada pero hasta bueno no digo o sea más bonita pero bien linda - ehhhhhh - y el nombre tu nombre es muy lindo nombre.

- Bueno - Que tonto lindo nombre me dice, linda foto, que tonto - gracias dos veces

- ¿Dos?

- Por el cumplido y por la mentirilla.

- No qué va si lo digo en serio - qué linda sonrisa.

 

Y como la luz no volvía y porque hay cosas que se ven mejor sin ella, anduvieron de paseo aquella noche, recorriendo los paisajes de sus vidas. Y hasta se rieron de buena gana y sin mesura. Él le contó de su pasado solitario y su presente resignado, ella, de sus ayeres traicionados y sus cosechas descreídas. No hubo cuando la luz del sol tocó la ventana sino lamento. Lamento, porque con el día la electricidad volvió, y con la electricidad las puertas nuevamente estuvieron abiertas y detrás de ellas, los caminos sujetos sólo por la voluntad de sus pasos. Lamento, porque detrás de las ojeras y los paladares negros de café frío quemado, dos rutinarios desconocidos estaban enfrentados y descubiertos, desnudos más allá de sus ropas, felices y temerosos, más todavía pendiendo las cadenas, derruidas pero no desechas, de sus corazones en pena. Y se despidieron:

 

- Luciana Luciana, que nombre más bonito, por qué no lo usas más seguido me pregunto.

- Tu segundo nombre me gusta.

- ¿Entonces?

- Y entonces ahora para mí sos Gastón.

Mi nombre secreto para vos si querés - Me parece justo - y me encanta - más que eso… me encanta.

 

En esta hora incierta en que el sol se recorta sobre el horizonte, en la que el sol se reinventa en aquella otra frontera, en esta hora, en que lo que es y lo que parece son y no son una misma cosa, quiero estarme un rato todavía sin pensar que después, tendré que decidir si ya es de noche o amanece.

 

La mañana del lunes el piso volvió a roer con su encía de oficina los chasquidos de teclados, los zumbares de procesos de computadora, los apretados pasos en la alfombra. El aire vibraba su metódica desarmonía de costumbre. Un tímido saludo hubo entre los dos, cuando en un pasillo, el perfume de naranjas atropelló a Juán que levantó la cabeza de los papeles que llevaba. Luciana sonrió mecánicamente, no con aquella sonrisa de madrugada, sino con la mueca de serie, un gesto epiléptico, acentuado y fugaz. Él asintió, y al bajar el mentón también bajó la vista al suelo.

 

Y como la luz ya había vuelto y porque hay cosas que no se ven con ella, él se dijo que así era mejor, después de todo esa señorita no era de fiar, una chica con un pasado muy alocado y un dudoso carisma hacia el jefe, y ella, que a lo pasado pisado, que ese tipo era un hombre sin mundo, diminuto pobre diablo sin futuro, así era mejor.

 

Ahora, que Gastón y Luciana han decidido sus luces y sus sombras, vosotros, que habéis leído esta historia, salid a la calle, abrid bien los ojos y atended primero al alma y después, mucho después, a la razón.

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Las sonrisas

 

Marcos A. Rodriguez Alemany

 

 

 

Crujen las mil alfileres crispándose sobre el papel en la máquina de calcular. El hombrecillo polvoroso se afana tras el teclado. La vista clavada en los números, la mano epiléptica espasmo tras espasmo. Se sacude la tiza grizada en un estremecimiento inconsciente de los hombros. La polvareda anda y desanda los caminos de luz que arroja el monitor y vuelta a posarse en los hombros. Se hincan las alfileres sobre los ojos, que se cierran con fuerza y con fuerza se abren. Hay la parva de papeles que su oficio acumuló durante el día vomitada sobre las bandejas, amenazando desparramarse. Hay las manos que se estrujan sin sentido. Hay el polvo somnoliento que urde en las narices. Y cuando el cansancio y la preocupación están a punto de quebrar la ocupación siempre están ellos. Ellas, él. En casa. Junto a la cuna. Acariciando su cabeza apenas nacida, durmiendo la inocencia. Y los ojos maternales despiertos cargados sobre las ojeras que van de la cuna al esposo. Y el cabeceo de ella para indicarle que se siente a la mesa servida

El hombrecillo vuelve a su tarea, no va a ganarle esa chusma de símbolos, esa incansable abominación de números, esa revuelta de acertijos y sin sentidos. Vuelve a la carga y vence la masa sublevada e incongruente con la satisfacción más antigua del mundo, la más antigua del hombre. La familia está a salvo.

Las sonrisas
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Las bodas de mimbre

 

 

Marcos A. Rodriguez Alemany

 

 

 

ESTE CUENTO HA VUELTO AL TALLER DE MI PC.  CREO QUE TODAVÍA LE FALTA DECIR.  VOLVERÁ CUANDO ESTÉ LISTO.

Las bodas de mimbre
Una Receta

 

Una Receta

 

Marcos A. Rodriguez Alemany

 

 

 

Es como cuando una va al médico por un chequeo de rutina y él efectivamente te confirma que estas enferma, aunque vos no lo creías e inclusive él sabe como se llama lo que tenés y entonces vos volvés para tu casa con una receta ininteligible y la birome del doctor que te llevaste sin darte cuenta, por esa costumbre que tenés de agarrar algo cuando estás nerviosa, es que no pensaste que te iba a revisar tan a fondo y vos que no te habías depilado o no tanto y bueno y llegás a la farmacia pero resulta que no tienen ese medicamento y entonces te tenés que ir a otra a conseguirlo, y cuando llegás ya es tarde está cerrada y la que está de turno queda en una calle que no conocés y a quién mierda le vas a preguntar y entonces mientras pensás que hacer te vas caminando para la esquina, revolviendo la cartera te deshaces de unas publicidades y demás papeluchos y te reencontrás con lo que queda del aquel labial que pensaste que habías perdido pero la receta ahora no aparece y te das cuenta cuando estás por poner un pie en la bocacalle que dejaste el coche para el otro lado y te pegás media vuelta y por allá ves que se te acerca un tipo con capucha y las manos en los bolsillos del buzo y sin pensarlo dos veces te cruzás de vereda pero justo viene un colectivo y el bocinazo que te pega despierta precisamente más la atención del tipo que para vos ya te venía relojeando de media cuadra atrás y el coso este está agachado, se está atando los zapatos que le adivinas sin cordones y desde su altura levanta la cabeza para ubicarte y no va que claro se cruza a tu nueva vereda y vos que buscás desesperada, pero tratando de poner cara de nada, algún negocio abierto donde meterte, pero ya cerraron todos y el tipo está más cerca de tu coche que vos y pasa un patrullero, cosa que no esperabas porque nunca están cuando se los necesita, el policía va charlando con su compañero y antes de que alcances más que a hacerle un gesto con la mano ya se fueron calle arriba. Entonces pensás que estás jugada, al tipo lo tenés a unas dos veredas y la mano derecha la está revolviendo dentro del bolsillo, sabés que está tanteando el arma. Sentís que te quemás viva, los colores de tu cara deben reflejar el miedo que en este momento apenas te permite seguir avanzando y te das cuenta que eso no te va a ayudar a imponerte al maleante. Diez metros y lo tenés encima. La puta avenida está más vacía que nunca y si pasa algún coche lo hace a toda prisa. El tipo te está mirando con persistencia. Vos te haces la boluda ladeando la cara pero es peor porque el mal viviente es como si te buscara los ojos. Lo tenés a cinco metros y le ves el codo elevándose para desenfundar la mano del bolsillo y ves horrorizada ir saliendo la mano que empuña y vos que sacas fuerza de la adrenalina y das la zancada que falta de un salto y con la birome desenvainada le das una estocada en el cuello. El asesino te mira como si quisiera devorarte con los ojos que se le saltan de las órbitas. Pensaba que te iba a someter, claro, una mujer joven, menuda y sola, como no te iba a hacer lo que quisiera.  Se bambolea apretándose con ambas manos el agujero debajo de la oreja y lo ves caer contra el paredón y resbalar con la espalda hasta quedar sentado en la acera con la cabeza ladeada, una chorrera de sangre que sale cada vez con menos fuerza le moja el buzo e inunda el piso en un charco.  Y lo ves, en el medio del charco, un papel estrujado que te apresuras a rescatar de la humedad con la punta de los dedos. Lo abrís, lo estás mirando, es una letra desastrosa, una receta.

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